viernes, 28 de diciembre de 2018

La inmensidad marrón

Recuerdo la primera vez que vine a Madrid. Sin padres.
En un bus camino a la innombrable Navalagamella -siempre tuve buena memoria para los nombres- observaba con sorpresa el horizonte de edificios, la inmensidad marrón.
Reparaba en la multitud. En la cantidad de vallas publicitarias gigantes. En el ladrillo visto bien cuidado y en los tejados negros de las urbas de la zona oeste que sólo había visto en las series de televisión, e imaginaba cómo sería la vida ahí.
Algo idealizada, la veía una ciudad acomodada, fría, diferente, y sobretodo, con mucho que descubrir.

Nada que ver con la luz de Andalucía. Blanca, azul, brillante, familiar, brutal... conocida.

Pero no fue ésta sino la estancia de 2005 la que me hizo saber que mi sitio, al menos temporalmente, estaba aquí.
Abrió un mundo de posibilidades en mi cabeza que no me dejaron más opción que la que elegí.
Mañanas de complutense, tardes de inglés y paseo por Argüelles conservando el espíritu del sur, mucho sol, ocio, mi espacio de libertad.

Y así media vida. Idas y venidas. Despedidas, para volver. Pero como si de un imán se tratase, al final siempre hay un regreso.
Hoy vuelvo a salir.

Aún sigo sin arrepentirme. Pero no tuve en cuenta la nostalgia. Sin dejar de ser mágico, casi nada era como parecía.

Me pregunto cuánto tiempo me tiene el destino guardado en Madrid, y si seré una de tantas historias de «vine para un rato, y todavía sigo aquí».

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